jueves, 27 de noviembre de 2014

Premios a los profesores en Relatos sobre la Infancia- Fernando Prieto


                                                    NO TENGAS PRISA



Cuando faltaban sólo unos minutos para la salida del tren  tía Águeda subió a su vagón de tercera con una maleta por equipaje y una tristeza que inundaba toda la estación. Se había distraído, mientras esperaba, con un trozo de cielo luminoso que se colaba por los andenes. Pero esa luz no bastó para impedir que las lágrimas humedecieran sus ojos y un reguero salado como el mar se abriera paso por sus mejillas hasta la comisura de sus labios. Fue entonces cuando mi abuela le ofreció un pañuelo para borrar el llanto de su rostro y ella se despidió con un abrazo  lento y sin palabras, como sin prisa. Mi abuela, cuenta mi madre, estuvo un tiempo muy apenada y aún hoy hay momentos en que se la ve nostálgica y dolorida como traspasada por una espada de seis puntas.
Cuéntame abuela -le digo- y mientras limpia su gafas de vista cansada, saca un viejo álbum de cromos. Un coleccionable, tan antiguo como bien conservado, que hojea página a página ¡Ah! exclama. Aquí están los elefantes. Los elefantes son paquidermos, me explica, viven en África, en la India. ..Tía Águeda amaba los animales, sabía distinguir entre un elefante africano y uno indio, creo que por el tamaño de las orejas. Cuando hablaba yo imaginaba las agostadas praderas de la sabana llenas de gacelas, cebras y elefantes que había visto en los documentales de naturaleza .La habitación se llenaba de la fragancia de las acacias y al cabo de un tiempo , que no podría precisar, mi abuela recogía con mucho cuidado el álbum y lo guardaba con mimo entre los pliegues de la manta que calentaba sus rodillas. Ella no pensaba en África sino en una estación fría y en una vieja maleta, en su hermana Águeda y en su álbum sin completar.
La mayor distracción de mi abuela era tejer jerséis para el invierno, incluso en el verano su butaca conservaba restos de lana que ella dejaba para que jugase la gata. Una gata enorme que dormitaba siempre a su lado. Esta gata sueña .Lo dice cada vez que ve los parpadeos en sus ojos cerrados cuando falta poco tiempo para que también ella se abandone al descanso. Mientras veía a mi abuela soñar junto a su gata yo  también soñaba y, sin hacer ruido alguno, ojeaba el álbum.
En la página treinta del álbum de tía Águeda estaban los peces tropicales pero mis preferidos fueron siempre los peces voladores. Surgían del agua y se elevaban tanto que amenazaban las lágrimas de la araña de cristal de la habitación. Cuando la abuela daba señales de que iba a despertarse el último pez volador se plegaba entre las páginas abandonando el salón y sumergiéndose en el azul transparente casi cristalino de un mar de papel en el cromo 269.
A finales de verano, con las tormentas amenazando lluvia, llegamos a las Selvas Tropicales. Estábamos en la terraza por el calor que hacía dentro de la casa y por momentos el ruido de los monos aulladores apagaba el alboroto de la calle que empezaba a despertarse de la siesta. La casa ahora, con el álbum abierto, olía a humedades y frutos exóticos, a mango y a papaya y en el vestido estampado de la abuela la vainilla y la canela  exhalaban una dulce fragancia. Mi madre en la cocina preparaba una cena ligera, mi padre llegaba más tarde del trabajo.
El invierno es frío, como la luz de la luna que palidece en la ventana, pero la habitación está cálida y los canguros pueden saltar por encima del sofá con una ligereza asombrosa. Una hembra porta en su vientre una cría pequeña que gira de manera independiente su orejas sintonizando los ruidos del televisor en el salón y de la batidora en la cocina. Son marsupiales me enseña mi abuela, que corre las cortinas porque la luna la pone triste. Ante la luz de la lámpara el cangurito se oculta en la bolsa de la madre, intimidado tal vez por la mirada amarilla de los cocodrilos del Nilo de la siguiente página. Estamos ya en los Desiertos Australianos y los Grandes Ríos. Falta un cromo en esa página, otro en la siguiente.
Lo mejor del otoño, dice, son las puestas de sol. Tía Águeda y yo solíamos verlas junto al mar. Ahora ya hace tiempo de eso, pero aún recuerdo el momento en el que el sol rojizo se zambullía en un océano tranquilo, disipando la luz del día bajo el peso inminente de las constelaciones que iluminaban un cielo cada vez más oscuro. A mí me entra sueño y me voy a la cama. Soñaré con tía Águeda y su empeño en completar el álbum con todas las maravillas del mundo conocido. Sus desvelos por conocer los cinco continentes. Mi abuela, entretanto, se dispone a recoger ensimismada con los muchos recuerdos que llenan su vida, pesados los párpados, como sin prisa por abrir los ojos.
En la siguiente primavera, con el álbum florecido de acacias y la gata recostada en su sillón, mi abuela no tuvo prisa en abrir sus ojos. Dejó  el álbum junto a un sobre cerrado  con los seis cromos que faltaron siempre a tía Águeda: el pez volador detenido en su parabólico salto, azules de tristeza los elefantes cabizbajos, fija la mirada amarilla de los cocodrilos, silenciados los monos aulladores en las copas de los árboles, los canguros apostados a la sombra de una roca.
En el último cromo una puesta de sol con un tren que se aleja y una frase escrita  en el reverso: no tengas prisa pero perdóname. Parece que la gata la estuviera leyendo. Mi abuela olía a mango y a papaya esa tarde.




Fernando 5 de Octubre de 2014


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