NO TENGAS
PRISA
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Cuando faltaban sólo unos minutos para
la salida del tren tía Águeda subió a su
vagón de tercera con una maleta por equipaje y una tristeza que inundaba toda
la estación. Se había distraído, mientras esperaba, con un trozo de cielo
luminoso que se colaba por los andenes. Pero esa luz no bastó para impedir que
las lágrimas humedecieran sus ojos y un reguero salado como el mar se abriera
paso por sus mejillas hasta la comisura de sus labios. Fue entonces cuando mi
abuela le ofreció un pañuelo para borrar el llanto de su rostro y ella se
despidió con un abrazo lento y sin
palabras, como sin prisa. Mi abuela, cuenta mi madre, estuvo un tiempo muy apenada y
aún hoy hay momentos en que se la ve nostálgica y dolorida como traspasada por
una espada de seis puntas.
Cuéntame abuela -le digo- y mientras
limpia su gafas de vista cansada, saca un viejo álbum de cromos. Un
coleccionable, tan antiguo como bien conservado, que hojea página a página ¡Ah!
exclama. Aquí están los elefantes. Los elefantes son paquidermos, me explica, viven
en África, en la India. ..Tía Águeda amaba los animales, sabía distinguir entre
un elefante africano y uno indio, creo que por el tamaño de las orejas. Cuando hablaba
yo imaginaba las agostadas praderas de la sabana llenas de gacelas, cebras y
elefantes que había visto en los documentales de naturaleza .La habitación se
llenaba de la fragancia de las acacias y al cabo de un tiempo , que no podría
precisar, mi abuela recogía con mucho cuidado el álbum y lo guardaba con mimo
entre los pliegues de la manta que calentaba sus rodillas. Ella no pensaba en África
sino en una estación fría y en una vieja maleta, en su hermana Águeda y en su
álbum sin completar.
La mayor distracción de mi abuela era
tejer jerséis para el invierno, incluso en el verano su butaca conservaba
restos de lana que ella dejaba para que jugase la gata. Una gata enorme que dormitaba
siempre a su lado. Esta gata sueña .Lo dice cada vez que ve los parpadeos en sus
ojos cerrados cuando falta poco tiempo para que también ella se abandone al
descanso. Mientras veía a mi abuela soñar junto a su gata yo también soñaba y, sin hacer ruido alguno, ojeaba
el álbum.
En la página treinta del álbum de tía Águeda
estaban los peces tropicales pero mis preferidos fueron siempre los peces
voladores. Surgían
del agua y se elevaban tanto que amenazaban las lágrimas de la araña de cristal
de la habitación. Cuando la abuela daba señales de que iba a despertarse el último
pez volador se plegaba entre las páginas abandonando el salón y sumergiéndose
en el azul transparente casi cristalino de un mar de papel en el cromo 269.
A finales de verano, con las
tormentas amenazando lluvia, llegamos a las Selvas Tropicales. Estábamos en la
terraza por el calor que hacía dentro de la casa y por momentos el ruido de los
monos aulladores apagaba el alboroto de la calle que empezaba a despertarse de
la siesta. La casa ahora, con el álbum abierto, olía a humedades y frutos
exóticos, a mango y a papaya y en el vestido estampado de la abuela la vainilla
y la canela exhalaban una dulce
fragancia. Mi
madre en la cocina preparaba una cena ligera, mi padre llegaba más tarde del
trabajo.
El invierno es frío, como la luz de
la luna que palidece en la ventana, pero la habitación está cálida y los canguros
pueden saltar por encima del sofá con una ligereza asombrosa. Una hembra porta
en su vientre una cría pequeña que gira de manera independiente su orejas
sintonizando los ruidos del televisor en el salón y de la batidora en la
cocina. Son
marsupiales me enseña mi abuela, que corre las cortinas porque la luna la pone
triste. Ante la luz de la lámpara el cangurito se oculta en la bolsa de la madre,
intimidado tal vez por la mirada amarilla de los cocodrilos del Nilo de la
siguiente página. Estamos ya en los Desiertos Australianos y los Grandes Ríos. Falta
un cromo en esa página, otro en la siguiente.
Lo mejor del otoño, dice, son las
puestas de sol. Tía Águeda y yo solíamos verlas junto al mar. Ahora ya hace tiempo de eso,
pero aún recuerdo el momento en el que el sol rojizo se zambullía en un océano
tranquilo, disipando la luz del día bajo el peso inminente de las
constelaciones que iluminaban un cielo cada vez más oscuro. A mí me entra sueño
y me voy a la cama. Soñaré con tía Águeda y su empeño en completar el álbum
con todas las maravillas del mundo conocido. Sus desvelos por conocer los cinco
continentes. Mi abuela, entretanto, se dispone a recoger ensimismada con los
muchos recuerdos que llenan su vida, pesados los párpados, como sin prisa por
abrir los ojos.
En la siguiente primavera, con el
álbum florecido de acacias y la gata recostada en su sillón, mi abuela no tuvo
prisa en abrir sus ojos. Dejó el álbum
junto a un sobre cerrado con los seis cromos
que faltaron siempre a tía Águeda: el pez volador detenido en su parabólico
salto, azules de tristeza los elefantes cabizbajos, fija la mirada amarilla de
los cocodrilos, silenciados los monos aulladores en las copas de los árboles, los
canguros apostados a la sombra de una roca.
En el último cromo una puesta de sol
con un tren que se aleja y una frase escrita
en el reverso: no tengas prisa pero perdóname. Parece que la gata la
estuviera leyendo. Mi abuela olía a mango y a papaya esa tarde.
Fernando 5 de Octubre de 2014
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