En la asignatura de Lengua de 4º de ESO los alumnos han trabajado el Realismo, movimiento literario del siglo XIX. Para culminar su investigación realizaron un cuento que tuviera sus características. He aquí uno de ellos. Es crudo, pero es Realismo del siglo XXI.
Sus autoras son Lucía Alonso Ramírez, Elena Cobacho Vázquez, Julia Junquera Malaga, Marta Seijo López.
CUENTO DEL
REALISMO DEL SIGLO XXI
MAYA
Maya
prefería así el baño, con solo una luz tenue parpadeante que procedía de
aquella lámpara del techo que contaba nada más que con una sola bombilla y que
le hacía imposible verse en el empañado cristal del espejo.
Semidesnuda,
del sujetador roído de su madre, sacó una de sus mamas. No eran más que dos
calcetines unidos en una bola, que aunque no abultaban de la forma que ella
quería, rellenaban el vacío que formaba el sostén contra su pecho.
Desenrolló
toscamente la maraña de calcetines y se deshizo de uno de ellos quedándose con
la mitad del par que luego utilizó para aclarar su imagen reflejada en el
espejo, y así poder observarse mejor. Apenas pudo ver otra cosa que las destacadas
manchas verdi-moradas que descansaban bajo sus ojos melancólicos. En un pasado,
estas solo salían en las noches largas que pasaba sin dormir, pero ahora se
habían convertido en una marca permanente de su rostro.
Aunque sus
problemas surgieron mucho antes de aquella fatídica semana, los pasados días se
habían acentuado de una manera que nunca antes había experimentado.
Mirándose
sus pupilas dilatadas se sumió en el recuerdo de aquella mañana, aunque eso
significara sentir como le apuñalaban el alma constantemente.
La fecha en
la que se sentía más mujer, en la que ella podía sutilmente aumentarse los
senos, llegó puntual como el molesto cuco saliendo el reloj a las doce en
punto. Cuando salió el sol, corrió hacia el baño antes de que su padre se diera
cuenta de que se había despertado. Intentando hacer el menor ruido posible,
abrió aquel paquete de compresas que su madre guardaba en el cajón del mueble
debajo del lavabo. No pudo evitar el chirriar del plástico pegado a la parte de
atrás del apósito.
Apurándose
para pasar desapercibida, se pegó su miembro tras sus testículos y prosiguió
colocándose el producto femenino a las bragas. Antes de subírselas, cogió un
bote rojo que guardaba dentro de la cisterna del váter y esparció el contenido
en sus manos. Más tarde, acariciando su parte más íntima acabaría tiñendo su
piel de rojo, y por consiguiente, la superficie en la que descansaba.
Ya terminada
la faena, se rascó lo sobrante de aquel líquido para no manchar sus bragas
favoritas que no eran más que una tela gruesa y negra que se ajustaban a su
figura masculina y hacía que sus caderas se ensancharan. Con ellas puestas se
sentía sexy.
Salió de su
casa sin poder despedirse de sus padres. Su madre madrugaba todos los días para
llegar a tiempo a su trabajo, aunque no estaba muy lejos en coche, a pie se
tardaba el doble. Cuidaba de dos niños muy revoltosos que le hacían la mañana
imposible: le jalaban del pelo, la ignoraban por completo e incluso alguna vez
que otra la amenazaban con acusarla de malos tratos para así hacer que la
despidieran y que “por fin se muriera de hambre”.
De su padre
no se había despedido, no por el hecho de que no le hablara, sino porque se
había quedado sobado en el mohoso sillón del salón, babeando como un perro
sarnoso mientras abrazaba efusivamente a una botella de alcohol vacía. Aquel
abrazo era más afecto del que le había mostrado a su madre en años.
No quiso
darse la vuelta para mirar su destrozada casa, puesto que nunca le gustó y las
manchas de humedad en las paredes la repugnaban de tal manera que le entraban
ganas de vomitar. La pintura de éstas tenía un color lúgubre que de alguna
manera, representaba la oscuridad que albergaba el interior del hogar, si se le
podía llamar así.
Una vez
metida en clase, a la que llamaban irónicamente “celda”, tuvo que soportar tres
horas escuchando un nombre desconocido que no atribuía como suyo, pero que los
demás se empeñaban en decirle. Ya no les corregía como antaño porque las
conversaciones eran un constante bucle, un callejón sin salida.
-¡Domingo González! - decía el profesor al pasar lista.
-Mmmmm... -decía indignada – Me llamo Maya...
-Pero aquí pone Domingo- sentenciaba.
-Eso está mal. Debió ser un fallo. Yo me llamo Maya.
-Tonterías. Tu nombre es el que aparece en la lista, el que
sale en tu DNI. La próxima vez que intentes engañarme, tendrás una excursión al
despacho al director.
Domingo era
su supuesto nombre y le atormentaba todos los días desde que nació. Para colmo,
la razón por la que sus padres habían decidido regalarle esa pequeña maldición,
añadía todavía más tormento a su corazón. Como era el día del Señor, el día en
el que uno confesaba sus pecados y se volvía santo en una comulga colectiva,
creyeron que Maya saldría seguidora de Cristo como ellos, libre de pecados. No
fue así.
Maya había
desarrollado una paciencia que poco a poco la iba envenenando. Las cabezas de
las generaciones pasadas estaban a rebosar de prejuicios, y por consiguiente,
sus descendientes aprendían a odiar a aquellos diferentes a ellos, los que, por
decirlo de alguna manera, no se adaptaban al molde que sus pequeñas mentes
cerradas habían creado. Por eso, a veces su boca quedaba cerrada por tanto
tiempo que parecía que en su garganta se apoderaba una gran masa de polvo y que
en su cráneo se encontraba una bomba que la haría implosionar en cualquier
momento como no compartiera sus pensamientos con alguien que estuviera
dispuesto a no juzgarla.
Así pues, se
pasaba las seis horas y media de clase sentada en compañía nada más de su vieja
amiga, la soledad, y su vieja enemiga, la inseguridad.
Justo a la
mitad de su horario, tuvo un descanso mínimo. Como un rebaño de ovejas
alteradas, los alumnos salían del edificio para destrozar sus pulmones con esos
cigarros del diablo y para entrenar sus lenguas mientras se besaban como
babosas hasta que tuvieran que volver a la celdilla.
La
repugnante imagen de las lenguas de los granosos adolescentes penetrando las
gargantas pestilentes de aquellas muchachas que, justo antes, habían tomado un
enorme bocadillo de embutido, perturbaba a la chiquilla que con paso seguro se
dirigía a los servicios. Solía andar con paso seguro porque descubrió que si su
caminar reflejaba inseguridad, todo acabaría por desmoronarse y acabaría
llamando más la atención.
Pronto se le
presentó el gran dilema, ¿servicio de hombres o de mujeres? Una ley interna del
instituto la obligaba a entrar en aquella pocilga donde los retretes estaban
salpicados de pis y las paredes estaban cubiertas de heces. Su boca comenzaba a
saber a bilis cuando pensaba en eso.
Entró
discretamente intentando camuflarse con las paredes hasta llegar a una de las
cabinas. El interior estaba lleno de papel higiénico mojado y agua salía del
retrete contiguo. Cerró con pestillo para que nadie la molestara y para que
nadie la viera cambiarse de compresa.
El método de
echarse sangre falsa en su miembro para que manchara durante el día funcionaba
y sobre las once en punto tenía que repetir el proceso o si no, acabaría manchando
sus bragas preferidas, y no quería tener que lavarlas porque formaría mucho
jaleo.
Bajándose
los pantalones, se deleitó por aquel escenario rojizo entre sus piernas. Con la
misma delicadeza con la que había despegado la pegatina del apósito aquella
mañana para que no se escuchara el ruido chirriante que tanto destacaba en el
silencio, tocó la compresa limpia.
Al mismo
tiempo en el que la despegó, se abrió la puerta y entraron un grupo de
chiquillos con peste a hormonas preparados para dar guerra. Entre risas, se
olvidaron de ver si alguien más estaba en el servicio, sin saber que Maya se
encontraba escondida en una de las cabinas.
Temblorosa,
colocó todo en su sitio, pero sin querer se manchó las manos de aquel líquido,
y no tenía otra opción que lavarse las manos enfrente de los niños. Al
principio, intentó esperar a que se fueran, pero cuando tocó la campana para la
vuelta a clase, seguían allí. No le quedó otra que salir de su escondite, a
pesar de que seguían presentes.
Esta vez no
pudo pasar desapercibida y fue vista inmediatamente con las manos sucias. La
primera reacción de aquellos sacos de hormonas fue de sorpresa, puesto que
estaban liándose canutos en el lavabo cuando deberían estar sentados en sus
pupitres. El más listo de todos, pronto salió del estado de shock, y fue el
primero que la miró de arriba abajo, dándose cuenta de que sus manos tenían un
color rojo extraño.
-¿Que ta metío los deos por el culo, cabrón? - dijo con asco
reflejado en su voz.
Maya no
respondió, quizá por miedo, quizá por falta de ganas.
-A ver si te cortas las uñas, loco. -dijo otro de los
pandilleros.
Ella se
acercó al lavabo que estaba lleno de hierba mientras soportaba las burlas de
los niños. Justo cuando iba a abrir el grifo, uno de ellos se abalanzó sobre
ella, haciendo posible verle mejor la cara tan horrible y sudorosa que tenía su
agresor.
-¡Quita de encima! -gritó Maya.
-Illo, ¿qué tienes los huecos cogíos? -dijo aquel monstruo
sacudiéndola entera. Le agarró con una de sus manos callosas una de las mamas
haciendo que la maraña de calcetines se cayera al suelo con un delicado “puf”.
Las risas
salieron de las bocas de los chavales, haciendo que la cara de Maya adoptara el
mismo tono de rojo que sus manos.
Como si su
cuerpo fuese una pelota de fútbol, le pegaron empujones y patadas hasta tirarla
al suelo, justo en el centro del corro que se había formado.
La chica
aprovechó un despiste que tuvieron cuando comenzaron a reírse a carcajada
limpia para huir de aquel servicio del infierno. Salió cojeando, amoratada y
destrozada, corriendo todo lo rápido que podía para dejar atrás a los muchachos
que estaban jugando con sus calcetines fingiendo que eran unos pechos pequeños.
Sacudió
aquel recuerdo de la cabeza y volvió a encontrarse enfrente del espejo,
mirándose de nuevo las enormes ojeras verdi-moradas, que ahora estaban
cubiertas de lágrimas.
Sin más
preámbulos, se desnudó completamente revelando las heridas hechas aquella
mañana. No quería verlas nunca más, así que le dio la espalda a su reflejo.
Se acercó a
la bañera con pasos temblorosos y se metió dentro del agua hirviendo, tan
hirviendo que al poco tiempo empezaron a dolerle las extremidades. Había
escuchado que así se terminaba antes y ese era su objetivo.
Disfrutó
unos segundos de la paz que le produjo sumergir su nariz. Por un momento
cuestionó su decisión, pero tachó la idea como absurda.
Comenzó a
escuchar pisotones, gritos y golpes por las escaleras y supuso que su madre
había llegado a casa para hacerle la comida a su padre. Los golpes eran habituales,
pero esta vez no los ignoró como siempre hacía, cuando se escondía en su
habitación con complejo de oficina y se evadía de la realidad. Esta vez, los
chillidos la arrastraron a la Tierra y se vio en su más pésimo estado allí,
tumbada en la bañera.
Alargó su
brazo hasta alcanzar los adentros del cajón entreabierto del armarito y sacó de
él el último objeto que tocaría. Antaño, se había utilizado para afeitar los
cachetes de su padre y la ingle de su madre cuando todavía les importaba su
aspecto. Pronto abandonaron sus hábitos de limpieza, y por tanto, aquel
utensilio. No lo echarían de menos, al igual que a ella, o eso pensaba.
Con un
movimiento suave, la cuchilla oxidada se deslizó por su carne amoratada dejando
un rastro de sangre a su paso, dejando todo el sufrimiento atrás. Ya no sentía
dolor, ya no podía ni siquiera oír nada más que el sonido de la sangre saliendo
de sus venas tiñendo de rojo el agua de la bañera. Siguió hasta perder la
visión por completo, hasta perder todo el control de su cuerpo y de sus
sentidos.
Su alma se
le escapó de entre los dedos, y desde arriba, se vio ella hundida en agua roja,
mientras sus padres, al otro lado de la casa, se retorcían en una constante
pelea agónica, ignorantes de la muerte de su hija, a la que ellos llamaban
Domingo, a la que en otra vida la llamarían Maya.